Presentamos el libro de ensayo La Cuba del siglo XIX. Primeros pasos políticos hacia la independencia de España. (Desde las primeras manifestaciones de nacionalidad a la Guerra de los Diez Años) de la escritora española Inés Ceballos Fernández de Córdoba.
En las páginas iniciales de esta obra, su autora nos sintetiza su intenso trabajo investigador que culmina en este texto, como nos señala en el Prólogo:
«El objetivo central de este ensayo es hacer un recorrido por la «Reina de las Antillas» durante la primera mitad del siglo XIX y estudiar el poder omnímodo de los Capitanes Generales y la consideración de la isla de Cuba como una colonia, privada del acceso a las instituciones.
La idea principal es demostrar cómo en la década de los treinta un grupo de pensadores criollos, siguiendo las peticiones para España de sus antecesores, formados en el habanero Seminario de San Carlos, y viendo el desarrollo económico que se producía en la isla con la explotación de ingenios y cafetales, gestó una corriente de pensamiento de tipo reformista con el ánimo de que los criollos pudieran participar, como el resto de provincias españolas, en la toma de decisiones políticas y custodiar en la isla dos ingredientes de difícil ensamblaje: la emoción del patriotismo de antaño -que les vinculaba a la metrópoli- unido a nuevos anhelos de libertad que reclamaban mayor participación en los asuntos políticos que atañían a España.
Ya, desde el siglo XVIII, los terratenientes criollos habían hecho reclamaciones al gobierno español solicitando de la metrópoli ciertos cambios políticos y económicos en beneficio de la isla de Cuba. Entre las peticiones de este grupo de criollos blancos estaba la posibilidad de ocupar cargos públicos de representación y poder participar, de este modo, en la toma de decisiones políticas de la península como el resto de los españoles peninsulares. Querían ser tratados como provincia y no como una colonia subordinada a los intereses económicos de la metrópoli.
Por otro lado, en los círculos intelectuales habaneros prevalecían entre sus componentes las luces reformistas ilustradas traídas de Europa. Este grupo de pensadores, iría mostrando su pensamiento liberal y sorteando la censura del régimen colonial a través de sus escritos para hacer una elevada acusación contra el régimen despótico de los Capitanes Generales en Cuba.
Durante la década de los treinta hubo un despliegue floreciente del periodismo y del costumbrismo literario cubano que se tradujo en un «fresco animado de la vida colonial, el espectáculo de una sociedad acomodada que se apoya en el trabajo esclavo, en el sufrimiento y humillación de miles de hombres». Poco a poco surgían nuevos periódicos, se convocaban tertulias a escondidas de las autoridades, se intercambiaban misivas y se celebraban reuniones de las sociedades patrióticas con el ánimo de exacerbar sus reivindicaciones. Las cartas que se intercambiaban los intelectuales habaneros, muchas de ellas bajo seudónimo, eran siempre contra la trata y críticas con la actitud despótica del gobierno. En la sociedad cubana había una dicotomía entre la vida del campo y la vida en la ciudad: cada vez generaba más rechazo el contraste entre el desarrollo de las principales ciudades, unido en sus costas a la silueta «infame» de los barcos de esclavos que se aproximaban a Cuba, su llegada a puerto y las pésimas condiciones en las que vivían los negros en los barracones de los ingenios, a pesar de ser la mano de obra esclava la principal fuente de riqueza de la isla que se ocultaba a los ojos del mundo.
La cuestión de la esclavitud era sumamente delicada para todos los habitantes de la isla. A pesar de que esos intelectuales criollos tenían una posición claramente reformista, eran defensores de un nuevo patriotismo y condenaban la trata negrera, muchos de ellos guardaban relaciones cercanas con los hacendados y sus familias, es decir que estaban comprometidos de algún modo con los intereses esclavistas. Al elegir los intelectuales criollos el tema de la esclavitud para moralizar con sus escritos, la censura les dejaba poco espacio de expresión, por lo que o hacían denuncia solapada en sus artículos o muchos de sus escritos o novelas acababan durmiendo en los cajones sin llegar a publicarse. Había muchos peninsulares, hijos de españoles, afines al gobierno de España, pero seguían siendo cada vez más los criollos los que enarbolaban una nueva clase social, poseedores de ideas reformistas y deseosos de participar de la vida pública, acabar con la trata negrera y fomentar la inmigración de colonos blancos, entre otras cosas para recuperar la paz en la isla, donde el número de negros no hacía sino que aumentar cada vez más poniendo en peligro la tranqulidad de sus habitantes.
Aunque los reformistas rechazan a priori cualquier forma de lucha violenta contra el colonialismo español, aquella actitud hostil y reticente del gobierno de España contrario a la participación de la nueva clase criolla reformista en la toma de decisiones -entre otras cosas por el mestizaje y la segregación racial existente en la isla- fue una provocación que condujo inexorablemente a caldear los ánimos de segregación entre la población de la isla y buscar sus habitantes vías menos pacíficas. En este proyecto conspirativo, este grupo de intelectuales iba a estar respaldado por los emisarios ingleses que acudían a la isla para labores de vigilancia de la trata de esclavos y que veían con buenos ojos que se produjera cuanto antes el fin de la esclavitud en las colonias. Hasta entonces, los criollos acaudalados habían acatado órdenes de los Capitanes Generales y se habían mostrado afines al régimen tradicional que les exigía fidelidad a la Corona española.
El punto álgido del enfrentamiento entre peninsulares y reformistas se produjo en 1837, a raíz de la expulsión de los diputados de Cuba y Puerto Rico de toda posibilidad de representación en las Cortes españolas. La exclusión de los tres diputados cubanos produjo un giro importante en las conciencias de los terratenientes cubanos que empezaron a ver con escepticismo la posibilidad de que algún día la metrópoli concediera reformas que a medio y largo plazo llegaran a favorecer sus intereses. En realidad, había llegado la hora de alzar su propio vuelo.
Los principales intelectuales criollos, entre los que se encontraban Domingo del Monte, Jose de la Luz y Caballero, y José Antonio Saco, comenzaron a generar a través de sus tertulias y contactos con el exterior, una corriente de pensamiento separatista y divergente con respecto al régimen de Capitanía General instaurado por España. Estos pensadores reformistas, con el único ánimo de defender la incipiente identidad nacional cubana, buscaban impulsar entre los blancos criollos la conciencia de una nueva nación emergente, una moderna nación cubana que debía ante todo defender sus principales fuentes de riqueza y preservar su identidad como nación si quería sobrevivir en el tiempo como patria y no depender de la metrópoli para su supervivencia. «Si Cuba fuera una de las muchas islas que por su pequeñez, esterilidad e insuficiencia jamás pudiese figurar en el mapa geográfico sin atender el pasado ni el futuro, consultando ciertas ideas e intereses, yo sería el primero en pedir su agregación a los Estados Unidos, pero una isla que es de las más grandes del globo y que encierra tantos elementos de poder y de grandeza es una isla que puede tener un brillante porvenir», dirá José Antonio Saco.
Los elementos de poder y grandeza eran las riquezas autóctonas de la isla, las propiedades agrícolas denominadas ingenios, las cuales eran explotadas por la clase terrateniente -la llamada sacarocracia criolla- y en donde se empleaba la mano de obra esclava en los campos y en los trapiches. Pero para poner en marcha toda aquella maquinaria reformista era el deseo de los intelectuales que la abolición de la escavitud se hiciera de modo gradual, sin sacudimientos ni violencias, sin perjudicar los intereses económicos, políticos, culturales y sociales de la clase terrateniente. Los trapiches de madera serían sustituidos por los de hierro con la llegada de la máquina de vapor y los esclavos darían paso a mediados del siglo XIX al fomento de la colonización blanca traída de Europa y China.
El único interés de este grupo consistirá en salvaguardar su emergente patria, mientras el gobierno autoritario de Miguel Tacón, en 1838, querrá erradicar en la isla cualquier vestigio de pensamiento liberal, influencia extranjera y de movimientos contrarios a la dependencia de la metrópoli. El analfabetismo en Cuba era todavía elevado, más de un 70 por ciento de la población, a pesar del incipiente acceso a la información a principios de siglo y la proliferación de periódicos de los que disponían los criollos blancos. Esa deficiencia en materia de educación ampliaba la brecha cultural entre blancos y negros. Las mayorías sociales eran analfabetas y en el caso de los esclavos y parte de la población libre de color y blanca se desenvolvían en un marco oral. Poco a poco irían proliferando las escuelas públicas independientes, creadas sin el amparo del gobierno de Madrid.
Los principales pensadores de la isla contaron para difundir sus ideas reformistas con el apoyo explícito de los abolicionistas extranjeros, personificados en la figura de los cónsules ingleses enviados a la isla por el gobierno de su país. Su cometido era claro: presionar a España para que cumpliera, de una vez por todas, los Tratados suscritos con Inglaterra, que debían poner fin a la esclavitud en las colonias. Pero tanto los intelectuales criollos blancos que propugnaban la supresión de la trata, como fueron José Antonio Saco y Del Monte, como los emisarios extranjeros Richard Madden y su sucesor David Turnbull no sopesaron el alcance social, el tumulto y las consecuencias político-económicas que dicha corriente reformista, orquestada por ambos -contraria a la política colonial de la metrópoli- tendría en Cuba. Esos emisarios propagaron agentes por toda la isla que se dedicaron a difundir de modo oral y por todas las regiones de la isla nuevas promesas de libertad entre las clases más desfavorecidas y menos formadas en las que no les faltaría el apoyo del gobierno inglés.
Esa disconformidad con el régimen de Capitanía General de un sector aventajado de la sociedad agitó las bases de la opinión pública de todos los habitantes de la isla de Cuba, sobre todo, entre los hombres negros libres y mulatos a los que solicitaron ayuda para denunciar la trata por las distintas regiones. Hasta entonces no se habían cuestionado los principios y leyes que regían en la península y que tenían aplicación en sus dominios, pero tras agitar las bases de la población negra y las insurrecciones de las dotaciones de esclavos en 1843 se empieza a ver con preocupación desde la oligarquía criolla -faltos de representación política- el aumento de la población negra en la isla y la violencia generadas por ellos en los campos que podía dar lugar a una revolución como la de Haití.
Aquella sucesión de lo que parecían levantamientos aislados de los esclavos negros de las dotaciones de los ingenios tenía en realidad como finalidad una insurección general en la isla. Aunque ésta no se produjo, aquellos hechos aislados -pero sucedidos en ingenios vecinos- acabaron con trágicas consecuencias en los campos y la condena de sus supuestos dirigentes en la ya famosa conspiración de la Escalera en 1844. La condena por esa revuelta fue la represalia del general Leopoldo O’Donnell y sus mandatarios contra los intentos de sublevación de los negros y la participación encubierta de algunos blancos. El Capitán General 0’Donnell no dudó en establecer una Comisión Ejecutiva Militar Permanente y conducir a la muerte, tomar castigos severos o represalias contra todos aquellos que se oponían al régimen de facultades omnímodas suscrito por España. Era el único modo de asegurar el dominio de la metrópoli a través de un régimen arbitrario y despótico. Las víctimas serían en su totalidad las pertenecientes a la raza negra o mulata. Los blancos -aunque inculpados y algunos presos- conseguirían librarse de la muerte.
Esas disidencias con el orden establecido acentuaron la necesidad de muchos miembros de la oligarquía criolla de desvincularse, de una vez por todas, de los dictámenes autoritarios de la metrópoli y luchar por nuevas vías como la posibilidad de reformas, la anexión a los Estados Unidos o la independencia. La anexión era a priori el único modo de hacer sobrevivir el régimen esclavista en las tierras alejadas de España y de mantener la estructura social que conformaba la sociedad cubana. Estados Unidos no deseaba la anexión, sino la posible compra de la isla, pero debía esperar a que la fruta madurase, esto es a que España se debilitase.
En 1845 entra en vigor la Ley de abolición y represión del tráfico de esclavos bajo el reinado de Isabel II. Los hacendados cubanos son partidarios de la anexión por creer en el peligro latente del sistema esclavista. La anexión los pondría en igualdad de condiciones de los estados del sur (de EE UU), donde persistía la institución esclavista, principal fuente de sus riquezas.
La búsqueda de la propia identidad nacional cubana, las tensiones entre Estados Unidos y España por hacerse con el control de la isla -en proceso de maduración frente a los intereses económicos y el modo de vida de las clases dominantes americanas- y, por ende, la lucha por la independencia y separación definitiva de España eran ya, a principios de la década de los cincuenta, imparables y parecía la única salida para los criollos blancos en lo que era la defensa y el amor a la Patria. Dirá Saco: «He podido soportar mi existencia siendo extranjero en el extranjero, pero vivir como extranjero en mi propia tierra sería para mí el más terrible sacrificio».
Tras el desembarco de Narciso López en 1850 todavía tendría que ocurrir otra conspiración, esta vez encabezada por Ramón Pintó, para padecer una crisis definitiva el régimen político instaurado por España, poner en entredicho el anexionismo y negarle la península en 1867, a pesar del apoyo del general Serrano a los reformistas, toda vía de entendimiento que condujo al irremediable estallido de Yara en 1868. Lo que sería el comienzo de la guerra de los Diez Años, encarnada en la figura de Carlos Manuel de Céspedes, considerado el padre de la Patria en Cuba, y que fue el preludio de la futura independencia lograda en 1902, tras la derrota de España en la guerra hispano-americana (1898).
«Hemos perdido todo», dirá el Almirante Cervera al llegar a Cádiz en ese año, pero apostilló: «todo menos el honor» en un intento de justificar los deseos de la Madre patria por tener a lo largo de la Historia moderna a la isla de Cuba bajo su dominio».
En esta obra, Inés Ceballos, como estudiosa y conocedora de la temática cubana, se ha acercado a la Cuba decimonónica para desentrañar la presencia colonial en una Cuba española hasta el 98.
En la portada se reproduce la obra Recuerdos de La Habana (2023) del pintor español Enrique Goñi, que enriquece esta entrega.
————————————————————————
Inés Ceballos Fernández de Córdoba (Madrid, 1974).
Licenciada en Ciencias de la Información (Periodismo) por la Universidad Complutense de Madrid y Licenciada en Ciencias Políticas por la UNED.
Autora de la novela La Perla de las Antillas (2020) y del presente ensayo La Cuba del siglo XIX (2024). En los últimos años ha prestado especial dedicación a la vida de la escritora Mercedes Santa Cruz y Montalvo, más conocida como la Condesa de Merlín, que inauguró la literatura cubana escrita por mujeres.
————————————————————————–
La Cuba del siglo XIX de Inés Ceballos.
2024, 270 pp. Colección Ensayo.
ISBN: 978-84-8017- 456-5.
PV: 20.00 euros.